Joseph Brodsky
Por Miguel Huezo Mixco
Entrevista realizada em 2000, publcicada no site http://www.letraslibres.com
"No hay ningún país que domine como Rusia el arte de la destrucción de sus súbditos, y un hombre con una pluma en la mano no puede remediar la situación". Esta sentencia, que parece una confesión malhumorada, fue escrita por Joseph Brodsky en 1985. Para entonces, Brodsky era un hombre suficientemente maduro para sopesar en una fina balanza lo que para un poeta hace posible, en sus propias palabras, distinguir no sólo lo que el tiempo le hace al hombre, sino también lo que el lenguaje es capaz de hacerle al tiempo.
La frase proviene de una de las más desgarradoras y hermosas prosas autobiográficas del poeta ruso; en ella evoca su infancia y juventud en el estrecho apartamento de sus padres en la Perspectiva Liteini, en Leningrado, no muy lejos de donde Pushkin y Blok vivieron también una época de sus vidas. Habían pasado trece años desde su expulsión y Brodsky había descartado la posibilidad de volver a Rusia. Para entonces el poeta Brodsky, juzgado en su tierra natal a los 33 años de edad como un parásito social, había llegado a constituirse en un mito vivo que encarnaba un especial espíritu de resistencia frente al totalitarismo. Si bien su renombre en Estados Unidos estuvo sustentado desde un principio en la persecución y los vejámenes que sufrió en la Unión Soviética, Brodsky mantuvo invariablemente una actitud de independencia y soledad, y no llegó a glorificar la idealizada democracia norteamericana.
Con todo y que Brodsky no tuvo nada parecido a la vida de un ermitaño, ni fue ajeno a los placeres de la vida social (quienes le conocieron lo recuerdan como un conversador realmente encantador, especialmente si había cerca alguna mujer joven) y tomó parte activa en la llamada vida cultural, su actitud podría ser definida como la del "lobo solitario de la literatura rusa". Así lo describe Solomon Volkov, en su libro de conversaciones con el poeta.1 El libro comenzó a gestarse en 1978, cuando Volkov asistió a una serie de conferencias que Brodsky impartió sobre sus poetas favoritos en la Universidad de Columbia, Nueva York. Brodsky se le apareció como un hombre que encantaba e inspiraba a su audiencia con increíble facilidad. En esa oportunidad le propuso la idea de iniciar y grabar sus conversaciones, teniendo en mente su eventual publicación. Contra todo pronóstico, aceptó. Brodsky se encontraba en ese momento a punto de ser sometido a su primera operación de corazón abierto. A la larga, el poeta moriría de un infarto, el 28 de enero de 1996, a la edad de 55 años. Entre uno y otro momento, Brodsky y Volkov se sentaron horas y horas, cantidad de veces, en el apartamento del poeta, en el número 44 de Morton Street, en Greenwich Village, acompañados de cigarros, vodka y una grabadora.
Muchas precisiones sobre el pensamiento de Brodsky en relación con el rol del poeta frente a su materia de trabajo, la lengua, y la preeminencia de ésta como freno de la conducta ética, así como revelaciones sobre su juventud en Leningrado, su correspondencia con Anna Ajmátova, su vida en Nueva York y sus viajes, comenzarán a ser conocidas a partir de este libro que reúne las conversaciones de catorce años. Es natural que muchos de estos temas recuerden de inmediato los ensayos autobiográficos y literarios del poeta ruso.2
Volkov conoció a Brodsky en Leningrado y ya desde aquel momento lo recuerda compenetrado de un aire animal, independiente y solitario, que tampoco perdió en el ambiente más relajado y bohemio del Village neoyorquino. La figura del lobo vuelve a ser evocada por Volkov al presentarnos a Brodsky leyendo sus poemas, hechizando como una bestia en diálogo con la luna llena. Su posición respecto de la "comunidad" artística rusa en el exilio, y su vida de solterón —desde su llegada a los Estados Unidos, hasta su matrimonio en 1990—, ayudan a confirmar aquella imagen.
Su poesía le ha instalado entre los renovadores de la cultura rusa del siglo XX, y su muerte le propulsó al apretado panteón de los grandes de la literatura rusa otorgándole mayor fuerza a aquel mito que nació en 1964, cuando tuvo lugar el célebre juicio contra aquel joven poeta que todavía no cumplía los 24 años.
Un vagón descarrilado
Joseph Alexandrovich nació en un hogar empobrecido de origen judío sólo unos meses antes de que iniciara el célebre sitio de los nazis sobre Leningrado, su ciudad. Se recordaba a sí mismo como un niño despreocupado, cuya única manera de luchar contra el destino fue salirse del carril. Ni siquiera terminó la escuela secundaria. Una mañana, cuando tenía quince años, se levantó de su pupitre protagonizando una melodramática salida del salón escolar: "Fuese lo que fuese lo que me empujó a tomar esa decisión, le estoy inmensamente agradecido porque resultó ser mi primer acto libre".
Su verdadera escuela fue la calle; en su caso, esto incluyó las expediciones geológicas en las que se enroló a los 17 años, su trabajo como asistente de un forense cuando todavía albergaba la veleidad de ser médico, luego la cárcel, su juicio y posterior exilio a una remota aldea en el lejano norte ruso, y su destierro de Rusia.
Desde joven parece haberse visto a sí mismo como un eslabón de una enorme cadena cultural, concibiendo la literatura como un auténtico proceso existencial que se transmite a través del excepcional fenómeno del idioma, de la lengua. Se trata, y esto puede decirse sin el menor asomo de sarcasmo, de una ética muy libresca: ese tipo de ética en la que los libros, las novelas, los poemas, ejercen una autoridad esencial en la conducta de uno, y en su manera de verse en el mundo. "La jerarquía de ese panteón —recuerda— era nuestro verdadero Comité Central".
Son bastante conocidas las vicisitudes del juicio que llegó a convertirse en una causa apoyada por celebridades intelectuales y artísticas de Occidente. Quizás es menos conocido que los antecedentes se remontan años atrás, cuando él tenía sólo veinte años y trabó relación con un ex piloto del ejército soviético un poco mayor que él. El tipo tenía por nombre Oleg, y Brodsky se había cautivado por la historia personal de este hombre que ya había purgado una primera condena en las cárceles soviéticas... por haber lanzado sus botas empapadas de orines a la olla de sopa de un comedor comunitario.
"Cuando tienes veinte años —dice—, cada cosa te resulta fascinante".
Brodsky acababa de leer a Saint-Exupéry, y profesaba una verdadera devoción por los pilotos. Oleg vivía en Samarkanda y le escribía a Brodsky insistiéndole en que viniera a verle. Con un dinero que había acumulado de sus trabajos como fotógrafo en la televisión, Brodsky se fue donde su amigo, pero la mala suerte se cebaba con ellos. Oleg vivía casi en la indigencia y todo el tiempo se quejaba de su infortunio. "Ni siquiera teníamos un techo sobre nuestras cabezas. Nada. Sólo Dios sabe cómo pasábamos la noche", relata. Entonces le surgió la idea de huir juntos a Afganistán. El plan era muy simple: comprar dos boletos para subir a un pequeño Yak-12; en pleno vuelo Brodsky le rompería la crisma al piloto con una piedra y Oleg tomaría control del aeroplano volando de inmediato hacia Kabul.
Este descabellado plan no fue llevado a término. Brodsky renunció en el último minuto a la idea y los amigos tomaron caminos diferentes. Poco después, el tal Oleg, perseguido por la mala fortuna, fue arrestado por las autoridades en posesión de un revólver. Brodsky fue llamado a declarar como testigo pero devino en sospechoso, y aunque no hubo méritos para implicarlo en los pasos de su amigo, años más tarde el asunto pasó a engrosar el expediente de su juicio por "parasitismo social".
Semanas después, en diciembre de 1963, Brodsky fue apresado por primera vez, alrededor de las seis de la mañana, siendo llevado al cuartel general de la kgb en Leningrado.
A lo largo de las conversaciones, el registro de sus estados de ánimo va de la evocación a la confidencia, de la anécdota a la reflexión, a la indignación, o al sarcasmo, como cuando se rehúsa a aceptar el papel que suele atribuirse a la publicación de Un día en la vida de Iván Denisovich de Solyenitzin, como un libro clave para la irrupción de un pensamiento libre en la Unión Soviética.
"Para mi generación —dice— más bien fue Tarzán".
Cuando en 1976, viviendo en los Estados Unidos, tomó la decisión de comenzar a escribir en inglés sus prosas, Brodsky aseguró que lo hacía "por la razón habitual que impulsa a un escritor a escribir: para dar un impulso a la lengua o para obtenerlo de ella".
Territorios de la lengua
Algunas de las reflexiones más llamativas del pensamiento de Brodsky están vinculadas a la adopción de una lengua extraña, el inglés. Es un motivo recurrente en su prosa y que se relaciona de manera clara con la formulación de su propia estética. Al adentrarnos en el suculento mundo de sus conceptos sobre la poesía y el poeta, es fácil distinguir algunas cosas; la primera es la relevancia que le confiere a las palabras. Así, la poesía de Walcott le ayuda a probar que en un poeta la elección de las palabras dice más cosas que el argumento. Antes que un programa estilístico, diría al escribir sobre Montale, es el estado nervioso lo que dicta la preferencia del poeta hacia una determinada palabra. Y al rememorar a Marina Tsvetaeva, insistiría en que la poesía es para el lenguaje su forma más elevada de existencia.
En segundo término, es la estética la que determina la posición ética y hasta el temperamento de un poeta. El ejemplo es Osip Mandelstam. Aun a sabiendas de que en ello se jugaba la vida, Mandelstam se rehusó a las propuestas de las autoridades soviéticas de colaborar con ellas. "Su instinto de conservación —sentencia Brodsky— hacía mucho que había cedido ante su estética". Efectivamente, Mandelstam fue confinado a un campo de trabajos forzados, cerca de Vladivostok, donde murió sumergido en la locura en 1938.
El razonamiento de Brodsky puede explicarse a partir del orden de los factores con que opera la conciencia del poeta. Las utopías filosóficas que intentan mostrar a las personas como debieran ser (y tratan de regir nuestra vida de acuerdo con esos parámetros), al igual que las exhortaciones a la aceptación sin chistar del orden existente (porque en él ya nada puede cambiarse sino mediante una especie de "ciclo natural" que conduce ineluctablemente al perfeccionamiento social), para el poeta no son más que supercherías. Desde el momento en que su postura ética está determinada por su estética, por el peso de su responsabilidad esencial —por el peso que le corresponde, como reclamaba Rilke—, desde el momento en que alcanza poder sobre su propia existencia y es dueño de sí mismo, el poeta consigue liberarse del pánico de las supersticiones públicas, y tiene la potestad espiritual y de ánimo para negar obediencia a cualquier autoridad que se presente como absoluta e indiscutible.
Hay algo más: Brodsky aborreció la idea de la historia como un tejido capaz de enredar y, en este sentido, determinar la creación artística. "El talento no necesita de la historia", escribió. No es difícil establecer una posible trayectoria de esta afirmación. El debate iba dirigido contra la manipulación que hacía la dirigencia soviética del concepto de la historia como justificación última de sus acciones. Desde su perspectiva, hasta el delito más horrendo aparecía bajo una luz favorable, si con ello se ayudaba a la construcción de un paraíso. Aunque la historia —como en otras concepciones la razón— se presentaba como el factor supremo que proporcionaba la savia nutricia para las producciones humanas, en realidad esta era una idea que echaba sus raíces en el miedo, porque bajo el pretexto de evitar el riesgo de la descomposición del equipo político que interpretaba sus leyes (las leyes de la historia), en nombre de la igualdad colectiva achataba las individualidades, considerándolas origen de discordias. La muerte era el fundamento de ese poder soberano porque bajo su amenaza, igual que en toda dictadura, propiciaba la inseguridad entre sus gobernados, despojando a cada uno de la parte de poder que en teoría debía corresponderle.
Pero la parte de poder del poeta proviene de otro conducto: de su superioridad lingüística. Es en este contexto donde cobran nuevo sentido las palabras de Brodsky: "Si un poeta tiene una obligación respecto a la sociedad, es la de escribir bien. Al formar parte de la minoría, no tiene otra opción". Esta fue una sentencia que no tuvo reparos en repetir, pese a las continuas críticas de algunos círculos universitarios estadounidenses que lo retrataban como una persona autocomplaciente, imbuida de una concepción elitista de la poesía. Para los poetas, decía Brodsky, el lenguaje vive y "esta es la ley que enseña a un poeta mayor rectitud de lo que pueda enseñarle cualquier credo".
La idea de Brodsky era que entre las percepciones y los significados existe una jerarquía. Y que aquellas percepciones que resultan adquiridas a través de prismas mejor dotados, refinados y sensitivos, se sitúan en los niveles más elevados. Anna Ajmátova y Marina Tsvetaeva habrían sido lo que fueron aunque no hubiera ocurrido ninguno de los hechos históricos que vivió Rusia en el siglo XX, y ello fue así, subraya, "porque estaban dotadas, puesto que el talento no necesita de la historia".
La verdad es que Brodsky no aborrecía tanto esa idea de la historia como a la revolución, que en vez de eliminar el miedo lo propiciaba, que en vez de establecer un horizonte cierto fantaseaba con un vago concepto de esperanza, que no buscaba la felicidad en el presente sino que la proyectaba, como en una imaginaria pantalla cinematográfica, al engañoso horizonte de las generaciones futuras. Una idea de revolución demasiado parecida a las demagogias sanguinarias que tan bien conocemos.
Aun en este punto, Brodsky no parecía actuar motivado por la presunción intelectual o la autocomplacencia. Como en el caso de Ajmátova o Tsvetaeva, su propio prisma le venía otorgado por lo mejor de la poesía rusa. Su poesía llegó a ser lo que es a pesar de lo que ocurrió en la historia de su país. Su generación salió de entre los escombros de la posguerra y creció en medio de "un patriotismo con intenso perfume militar". El "socialismo real" le decía que la conciencia se sitúa en el lugar más alto de la persona, pero lo que seguía era que la conciencia —en un demoledor ejercicio autocrítico, que no es sino una forma exacerbada de la autocensura— se precipitaba una y otra vez sobre el individuo hasta destrozarlo espiritualmente. Su resistencia a las bofetadas de sus carceleros no provino de un credo, sino de su aversión a la patética monotonía de los dogmas. De lo que se trataba era de lo que siempre se trata: de no reproducir la ruina ambiental en el rostro que te mira en el espejo. A lo largo de todo ese tiempo este hombre, al que todas las puertas parecían cerrársele, carente de patrimonio, sin títulos, sin influencias importantes, solamente tuvo una cosa a la mano; si fue una estilográfica o una maquinilla de escribir portátil, no importa. Lo que importa es la convicción que lo animó y le llevó a concluir que si un poeta se mete en líos es como resultado de su superioridad lingüística, más que de su actitud política.
Brodsky continuó escribiendo sus poemas principalmente en ruso hasta su muerte. Al menos hasta 1990, de acuerdo con sus conversaciones, las únicas cosas que escribía en inglés con alguna regularidad eran ensayos.3 Por muchos años sus versos continuaron siendo proscritos en su propio país. Es cierto que sus poemas eran traducidos e inmediatamente acogidos en las más prestigiosas publicaciones norteamericanas, y la prensa en idioma ruso en los Estados Unidos, que ciertamente no es despreciable.4 Pero quizás no sea demasiado loco pensar que este era un hecho que lo hería profundamente, no por el prurito de querer ver sus textos impresos en la prensa oficial (no había otra), y cobrarse así una suerte de revancha con los jefes de la nomenclatura soviética. No. Simplemente porque de la manera en que él lo entendía y vivía, el poema únicamente propaga todo su sentido en su lengua original. Una certeza que debía ser doblemente ruda para alguien que como él tenía ideas y rigores tan dramáticos sobre la traducción de la poesía.5
Uno puede imaginarse sus tribulaciones si se recuerdan sus penetrantes juicios sobre las traducciones que conocía de sus grandes favoritos, Constantin Kavafis y Osip Mandelstam. Para Brodsky, aquella persona que se lanzase a la empresa de traducir a Mandelstam al inglés, aparte de innatas habilidades técnicas, como cualidad básica debería poseer, o desarrollar, un sentimiento de características parecidas a las que Mandelstam tenía respecto de la civilización, y estar armado de un arsenal estilístico muy similar al de Yeats. Como para que no quedara duda de lo inaudito de ese esfuerzo, añadió: "La principal dificultad estriba en que la persona que dominara este idioma —suponiendo que tal persona existiera— seguramente preferiría escribir sus propios versos".
A sus rigurosas demandas tampoco escaparon las formas. Los metros de versificación, decía, son en sí "magnitudes espirituales que no pueden ser sustituidas por nada"; a su modo de ver —y hay que aceptar que no le faltaba sentido—, en tanto diferencias de aliento y de latido, las diferencias en el esquema de una rima son las de las funciones cerebrales, y un tratamiento despreocupado de cualquiera de las dos cosas deviene en "un crimen que el que lo perpetra [...] paga con su progresiva degradación intelectual".
Palabras más palabras menos, escribió que un escritor recurre a un idioma que no es el suyo por necesidad, como Joseph Conrad, o debido a una ardiente ambición, como Nabokov, o en busca de un mayor distanciamiento, como Beckett. Escribir en inglés representó para Brodsky la mejor manera de acercarse a quien consideró la mente más privilegiada del siglo XX, W. H. Auden, y demandó ser juzgado a través del prisma que en ese idioma hizo posible el código de conciencia de su admirado poeta: "Esto es todo cuanto uno puede hacer por un hombre mejor: continuar en su vena, y esto, creo yo, es en lo que consisten todas las civilizaciones".
Sus conversaciones están, cómo dudarlo, salpicadas de historia, opiniones y chismes sobre los artistas rusos en Occidente, un tema que parece obsesionar más a su interlocutor que al propio Brodsky. En el caso de Nabokov, Brodsky se rehusaba a ser medido con el rasero de aquel ruso blanco al que consideró un poeta fallido. A lo largo de su fértil vida como traductor y escritor Nabokov completó diez novelas en ruso y ocho en inglés. Pero su decisión de mudar su lengua por el inglés parece que fue vista por Brodsky, especialmente cuando éste todavía permanecía en Rusia, "más como un acto de capitulación artística que como un triunfo".
Resulta curiosa la frialdad de Solyenitzin frente al caso de Brodsky. De acuerdo con Volkov, el novelista se negó a firmar una carta de apoyo a Brodsky con el argumento de que la persecución nunca había dañado a un escritor ruso.
El caso de Dimitri Shostakovich es un poco más complejo. En los días del juicio, Anna Ajmátova y su secretario, el poeta Anatole Nayman, visitaron a Shostakovich para solicitarle que suscribiera el documento. Su primera pregunta fue: "¿Se reúne Brodsky con extranjeros?" Shostakovich terminó firmando la carta de adhesión, pero aquella no fue una decisión fácil. Brodsky miraba todo este proceder como parte de la tragedia de su país: la destrucción de la individualidad que empuja a una persona a hacer equilibrismo con su ética.
Es conocido que en los juegos al ratón y al gato con sus artistas e intelectuales, las autoridades soviéticas contaron con el apoyo de miembros de la misma élite artística. El poeta Yevgueni Yevtushenko, por ejemplo. A las intrigas de éste atribuye que entre los escritores rusos, primero que nadie, se difundiera el rumor de que su salida de Rusia había sido voluntaria; es más, aunque Yevtushenko lo ha rechazado, Brodsky se fue a la tumba con la certidumbre de que en su caso aquél sirvió como consultor de la kgb.
"Yo espero que mi expulsión no haya ocurrido como resultado de sus iniciativas", confiesa.
Desde el ángulo que se le lea, este poeta resulta ser un buen antídoto contra la frenética tentación de otorgarle un aura mística a algunas de las ideas que en nuestro tiempo han gozado de buena salud: cambiar el mundo, alcanzar el éxito, ser consejero del poder y otras. Su propuesta no es más sencilla ni menos comprometedora, más allá de que no compartamos todas sus objeciones ni veamos todos sus espejismos. Una obra de arte está destinada a sobrevivir a su creador, y en ese punto, para parafrasear a Brodsky, la historia bien puede irse de paseo. Si, como Brodsky dijo, la memoria es el reflejo de la calidad de la propia realidad, resulta irresistible desear otra historia, o al menos animarla a cambiar, con palabras inclusive. Y es fácil caer en la tentación de pensar que si esta historia —la de Centroamérica, para hablar del caso que mejor conozco— hubiera sido otra, nuestra literatura bien podría haber comenzado a elevarse por encima del provincialismo estilístico que suele imperar. Pero esto nunca lo sabremos.
La operación más profunda y menos visible de la didáctica de más de medio siglo de autoritarismo consistió en intentar reducirnos a la más absoluta mediocridad, ya fuera aislándonos del mundo, o aplastando la disensión con una crueldad reservada a los homicidas, para no hablar de toda una historia de inseguridad, deportaciones y exilios, todo ello aderezado con un bien alimentado sentimiento de inferioridad. Con todo, el ejemplo de insumisión y firmeza moral de muchos de nuestros escritores sigue siendo lo mejor de lo mejor que se ha producido en estos países. Por esto es inevitable fanfarronear con la idea de que pocos como un centroamericano pueden entender tan bien al poeta ruso.
Muchas de las bien escogidas palabras que Brodsky empleó para retratar a Auden debieran ser empleadas para hablar de Brodsky mismo: "Leerle es uno de los pocos medios disponibles para sentirse decente". En esta perenne guerra contra el tiempo, la imagen de un hombre con una pluma, como Brodsky la propuso y la encarnó, no es una imagen de indefensión, indiferencia, ni siquiera de infatuación, sino de coraje, porque se debe saber capaz de enfrentar, burlar —y eventualmente vencer— a la soledad más atroz o al poder más ominoso.
En su "Epitafio para un centauro", publicado en libro el mismo año de su muerte, Brodsky pareciera hacer un resumen de las paradojas que acompañaron su vida: un ser de una dudosa infelicidad y perfume un poco odioso, que se vio en el plano de representar papeles como la intransigencia y la incompatibilidad, pero que también aprendió a comprobar su propia cordura. Y que murió bastante joven, porque, al fin de cuentas, "su parte animal/ resultó ser menos duradera que su humanidad".
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