Gunther Grass
Última entrevista do autor, publicada no jornal El País, em 21 de março de 2015
Günter Grass, testigo incómodo del siglo XX, el autor de El tambor de hojalata, ha muerto este lunes en un hospital de Lübeck, donde residía. Nació en Danzig ent onces Ciudad Libre, ahora parte de Polonia, hace 87 años; obtuvo el premio Nobel de Literatura en 1999, por el conjunto de una obra en la que ofreció su incómoda memoria de un siglo de guerras en una de las cuales, la Segunda Guerra Mundial, participó como soldado de las SS. Este episodio, desatado cuando publicó sus memorias (Pelando la cebolla, 2007), ensombreció su vida de entonces; a pesar de que en obras suyas anteriores había contado esa pertenencia a las fuerzas armadas de Hitler cuando era un joven de 16, fue esta última revelación la que agitó en Alemania y en el mundo. Se despertó de ese estado de zozobra y siguió escribiendo y pintando. Ahora estaba a punto de publicar un libro de poemas, dibujos y narraciones. Lo vimos por última vez en su casa de Lübeck, junto a su esposa, Ute. Grass ya necesitaba ayudarse de un respirador, pero se mostraba jovial y alegre, preocupado por el estado del mundo, por la vuelta de la maldad a situaciones que recordaban lo peor de la Edad Media, y convencido de que sólo la unión de Europa, el conocimiento comprometido de la realidad de otros iba a levantar el ánimo de una humanidad cuyo siglo XX, que él retrató con melancolía en Mi siglo (1999), había sido alimento cruel o gozoso de su alma que a veces era, también, la de un niño que vivió pendiente de su madre y que, al final de su vida, contaba ese desprendimiento con ternura y sentimiento de soledad.
P. Como ser humano, ¿qué le da la escritura diaria de poesía?
R. Mi primer libro salió en los años cincuenta y fue un libro de poesía con dibujos. Solo más tarde empecé a escribir la novela El tambor de hojalata. En aquella época estaba en Berlín estudiando escultura. Escribía una novela y cuando la acababa tenía que cambiar de medio. En ese momento era la poesía, porque me daba cuenta de que al identificarme con tantas figuras de las novelas me alejaba de mí mismo. Y quería volver a mí mismo, y medirme también conmigo mismo en cierto sentido.
P. Y dibujaba.
R. Cuando dibujaba mucho tiempo tenía que volver a las palabras, a la poesía. Intentaba volver a reencontrarme, y a encontrar también el lugar en el que estaba porque toda mi actividad anterior me alejaba de mí mismo.
P. ¿Qué encuentra cuando vuelve a sí mismo?
R. En los años 50 y 60 tuve que llevar gafas y escribí un poema titulado De momento no hay abismo con gafas… En ella digo que todo es más preciso pero está en oblicuo, que las impurezas se ven con más exactitud. Y a lo largo de los años también me doy cuenta del proceso de envejecimiento, de que hay cierta fatiga de los materiales del cuerpo y de que hay que acudir a un taller de reparación. También adquiero la conciencia de que todo es finito.
P. ¿Siempre tuvo esa impresión, también en su juventud?
R. Para mí estuvo clarísimo muy pronto, porque filosóficamente no estaba bajo la influencia de Heidegger sino de Camus. Es decir, que vivimos y tenemos la posibilidad de hacer algo con nuestra vida. Es El mito de Sísifo, que conocí después de la guerra. Con el transcurso de los años me di cuenta de que tenemos la posibilidad de la autodestrucción, algo que antes no existía: se decía que la destrucción la producían las hambrunas, las sequías, algo cuya responsabilidad estaba en otra parte. Por primera vez somos responsables, tenemos la posibilidad y la capacidad de autodestruirnos y no se hace nada para eliminar del mundo ese peligro. Al lado de la miseria social que hay por todas partes ahora tenemos el problema del cambio climático, cuyas consecuencias ni siquiera tenemos en cuenta. Hay una reunión tras otra y la problemática sigue igual: no se hace nada.
P. Y los problemas aumentan.
R. Debemos añadir a eso el problema de la superpoblación. Todo junto me hace darme cuenta de que las cosas son finitas, de que no tenemos un tiempo indefinido. Si tenemos en cuenta el tiempo de existencia de nuestro planeta, sólo nos queda reconocer que somos unos invitados que pasamos un tiempo muy determinado en este mundo y que lo único que dejamos atrás es la basura atómica. Si algún día alguien quiere saber qué es lo que hemos hecho lo que nos caracterizará será la basura atómica... En los años 70 y 80 escribí dos novelas épicas, El rodaballo y La ratesa; la capacidad del hombre para autodestruirse de la que hablo está reflejada en esas novelas.
P. No hay un solo libro de prosa entre los suyos que no vaya hacia el centro de su propia vida, desde El tambor de hojalata hasta Pelando la cebolla o A paso de cangrejo… La ficción le sirve para contar su realidad por dentro…
R. Sí, y por eso quiero decir que este nuevo libro que va a salir en otoño es de textos breves en los que quiero mostrar la relación intensa entre la prosa y la lírica. Los germanistas normalmente separan entre géneros. Yo los quiero ver juntos porque creo que tienen relación: los límites entre la prosa y la lírica para mí no están definidos, están diluidos.
P. ¿Esa combinación le permite decir mejor lo que le pasa?
R. De mi madre he heredado dos talentos: para mí nunca fue un problema seguir una cosa y abandonar la otra. Entendí que tengo dos talentos, y que con mucho trabajo tengo que desarrollarlos e intentar expresarme a mí mismo partiendo de los dos. Elegir entre una cosa u otra no ha sido una alternativa sino un enriquecimiento. Por ejemplo, si escribía durante mucho tiempo tenía la sensación de que la escultura me hacía mucho bien porque sentía que expresaba algo de todos los lados a la vez, algo que estaba dentro del espacio. Muchos poemas empiezan con un dibujo; cuando tengo la idea de una metáfora la plasmo sobre el papel y luego intento pasarla a dibujo para ver si se sostiene o no. En Hallazgos para no lectores pintaba unas acuarelas y cuando aún no estaban secas ya empezaba a escribir poesías de cuatro o cinco líneas. Este es un buen ejemplo de cómo las dos disciplinas se mezclan y se enriquecen mutuamente.
P. Humanamente, ¿qué significa el trabajo para usted?
R. Usted ha leído mis libros y sabe, como cuento en Pelando la cebolla, que a los 16 años pude sobrevivir por mera casualidad; en el plazo de tres o cuatro semanas, en la guerra, tuve cinco o seis posibilidades de sucumbir como muchísimos de mi edad. El hecho de que trabaje lo máximo posible me sirve para probarme a mí mismo que he sobrevivido, que existo y que sigo viviendo, que estoy vivo.
P. Antes nombró a Camus. La obra de Camus es una explicación o expiación del dolor, una búsqueda de la supervivencia a través de la literatura. ¿A Camus lo aprecia por esa misma actitud?
R. El ensayo sobre el mito de Sísifo describe el trabajo, lo horrible que es subir la piedra sabiendo que no sirve para nada porque la piedra va a volver a caer; sin embargo, Sísifo no tiene otra posibilidad más que subirla porque si no se quedaría sin función. Camus termina este ensayo diciendo que se puede considerar que Sísifo era un hombre feliz… Esto para mí era muy importante, una nueva interpretación del mito realmente muy excitante: toda la causa en el fondo es el dolor. Cada persona tiene su propia situación y yo me di cuenta de que no sólo podía expresarme artísticamente sino que tenía que tratar unos determinados temas, el de mi juventud, el de la capitulación absoluta de Alemania, con la destrucción total de todas las casas pero también con el desmoronamiento de las personas…
P. Una historia de dolor…
R. Durante toda mi vida, y hasta hoy, esto sigue igual. Y lo increíble es que Alemania es una historia sin terminar, porque el Holocausto y el genocidio, estos horribles crímenes, constituyen una historia que no acaba nunca. Ahora lo vemos en Grecia: nos enfrentamos otra vez con el problema de los horrores causados por los soldados alemanes durante la ocupación… Esa historia nos sigue y nos sigue… Así que vuelvo otra vez al tema del dolor de Camus: el dolor es la principal causa que me hace trabajar y crear.
P. Camus tiene esta frase: “El sol que reinó sobre mi infancia me privó de todo resentimiento…” ¿Su infancia también ha sido capital para desarrollar su posterior obra literaria?
R. En Pelando la cebolla hay un obituario sobre mi madre. Murió de cáncer a los 75 años. Yo vi a mis padres y a mi hermana dos años después de terminar la guerra. A mi madre la habían expulsado de Danzig; cuando la vi era una mujer rota y vieja… Cuando era niño le contaba muchas historias que salían de mi imaginación, y la imaginación de los niños es muy fértil. Ella decía: “Mentiras de niños”. Pero en el fondo le gustaban las mentiras. Siempre le decía que cuando fuera mayor y tuviera dinero la iba a llevar a países maravillosos y todas esas cosas…, pero como murió tan pronto nunca pude demostrarle que quería hacerlo de verdad. Nunca pude hacer nada por ella… Ella sufrió cuando le dije que quería ser artista; mi padre estaba completamente en contra y ella siempre me apoyaba, pero sí sufrió por ello. Yo todavía sufro porque no pude demostrarle nada de lo que le prometí. Tengo un marcado complejo materno: nunca he ido al psiquiatra y es la fuente de toda mi creatividad.
P. Dijo antes que en Pelando la cebolla narra la historia de un joven (usted) que pudo haber muerto o desaparecido. No ocurrió, está usted aquí. De algún modo, ¿aquella guerra no lo hirió para siempre, a usted y a su generación?
R. Seguramente sí, hemos sido marcados por la II Guerra Mundial. Y lo más terrible son los efectos a largo plazo, que siguen y siguen. Por lo mismo mi generación está más atenta a los problemas del presente mientras que alrededor parece ahora que nos estemos metiendo en una II Guerra Mundial sin que podamos decir cuándo empezó. La II Guerra Mundial comenzó con la entrada de Alemania en Polonia, pero en el fondo ya había empezado antes con la Guerra Civil Española. Para Alemania, Italia, la URSS y demás la Guerra Civil española fue una ocasión para probar el armamento en un caso concreto. Al terminar, en el 39, empezó la II Guerra Mundial. En el 36 Japón empezó a meterse en Manchuria, y de allí a China, con aquella horrible matanza; o sea que también había otro foco de guerra en Asia… Ahora tenemos por un lado a Ucrania, cuya situación no mejora nada; en Israel y en Palestina es cada vez peor; el desastre que los americanos nos dejaron en Irak, las atrocidades del Ejército islámico y el problema de Siria, donde la gente se sigue matando pero casi ha desaparecido de los informativos… Hay guerra por todas partes; corremos el peligro de volver a cometer los mismos errores que antes; así que sin darnos cuenta nos podemos meter en una guerra mundial como si anduviéramos sonámbulos…
P. Escribió Mi siglo, sobre el siglo XX y las maldades del mismo. Este ha prolongado la maldad y el lugar común es el fanatismo. ¿Es esa la maldad humana del siglo XXI?
R. Lo pongo en duda. Nunca digo que esto es bueno y aquello es malo, sería simplificar demasiado las cosas. Bush fue un problema… Bush hablaba de la maldad y eso no ayudaba a encontrar una solución: llevaba al maniqueísmo, al blanco y el negro… Lo que hay que hacer es recordar los principios. Por ejemplo, ¿qué pasó después de la I Guerra Mundial? Cae el Imperio Otomano, se reparten los Balcanes y el petróleo se convierte en un elemento muy importante. Irak no existía antes, fue una invención de los poderes coloniales victoriosos de esa guerra mundial… Palestina era un protectorado inglés, del mismo modo que Siria lo era francés… Y el Holocausto generó el problema de Palestina. En el fondo todo eran anexiones de tierra y hasta hoy el problema ha sido la actitud de los victoriosos de la I Guerra Mundial.
P. ¿Tenemos esperanza de que el hombre sea mejor? ¿Regresa al pasado y el futuro lo ve con pesimismo?
R. Me baso en la experiencia y en los fallos que hemos cometido, algo que se puede comprobar históricamente, así que tengo dudas de que el hombre vaya a mejorar. Otra cosa es si el hombre es capaz de aprender de los errores del pasado. Por ejemplo, miremos el conflicto con Rusia. Desde el desmoronamiento de la URSS llegaron Yeltsin y Putin; ¡y luego vinieron Putin y Putin! Lo que intenta Putin es volver a reconstruir ese país que es Rusia… Y hay traumas rusos, desde Napoleón, desde la II Guerra Mundial, con el millón de muertos cuando llegaron los alemanes…, y ahora les vuelve el miedo a estar circundados por el enemigo. No digo que se justifique lo que han hecho en Crimea, es injustificable, pero hay que entenderlo y es lo que hemos de hacer, entender a Rusia.
P. Y no la entendemos.
R. Hemos perdido la capacidad de entender los errores que hemos cometido nosotros después de 1989. Después del desmoronamiento de la URSS se disolvió el Pacto de Varsovia, pero la OTAN ha seguido tan pancha. No ha habido serias tentativas de crear una nueva alianza de seguridad incluyendo a Rusia, y eso son fallos tremendos. Se promete a Ucrania que formará parte de la Unión Europea y luego de la OTAN, y es lógico que un país como Rusia reaccione nervioso. Todas esas reacciones de Putin tienen sus causas, y a pesar de que en Europa estamos acostumbrados a colaborar en lo económico y financiero no hemos conseguido crear una política exterior común; todavía dependemos demasiado de los deseos de los americanos y Estados Unidos está muy lejos de nosotros y de lo que tendremos que hacer. Si los republicanos llegan al poder tendremos un nuevo rearme y de repente habrá una potencia militar enfrente de Rusia.
P. Ha creado muchas metáforas. La que más ha calado es la Óscar Matzenrath. Daría la impresión de que ese personaje que no quería crecer ni mezclarse con el mundo adulto hoy tampoco querría crecer…
R. La diferencia entre el siglo XX y el XXI es que el XX estaba caracterizado por las ideologías, y no sólo por el fascismo italiano, el nacionalsocialismo alemán o el comunismo, sino también por la del capitalismo dominante. Lo único que ha quedado de todas estas ideologías es el capitalismo y el capitalismo es capaz de cambiar. Pero el capitalismo está autodestruyéndose; todas esas cantidades irracionales de dinero que pasan por el mundo entero ya no tienen nada que ver con la economía real. Esta irracionalidad no estaba tan marcada en el siglo XX… Óscar sería hoy una persona distinta, tendría que luchar contra resistencias distintas, y asimismo se movería en ambientes completamente diferentes. En el siglo XX provenía de un ambiente proletario y pequeñoburgués y tenía que reaccionar. Ahora sería un computer free, un hacker o algo así, y tendría que vencer otras resistencias.
P. ¿Usted fue Óscar Matzenrath?
R. ¡No he conseguido parar mi crecimiento!
P. ¿Le habría gustado?
R. No, en el fondo no… No soy idéntico a Óscar, lo que ocurre es que la figura de Matzenrath tiene su raíz en la picaresca, representa una especie de espejo que tiene una lupa capaz de provocar un incendio, capaz por otra parte de expresar el infantilismo del siglo XXI, el que no quería anticipar ni defenderse.
P. Trabaja bajo figuras de Goya. ¿Qué le da Goya?
R. Trabajo, en efecto, bajo una serie de grabados de Goya. Cada vez que celebro un cumpleaños importante, de los que contienen 0 o 5, mi mujer me regala alguno que todavía se vende en el mercado… Para mí es como la medida del artista, el criterio de verdad. ¡Es de una imaginación impresionante, cómo ilustra la demencia de este mundo! Tengo varios grabados de Los caprichos en los que nos muestra que está contra la Inquisición, con la demencia de la Iglesia católica por un lado y con la vida tal como es por otro… Goya es el gran ejemplo para mí, lo que me da la medida de si algo es bueno o es malo.
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Gunther Grass
Entrevista conduzida por Juan Cruz, publicada em 23/05/2009, no jonal El País
Las difíciles relaciones con sus ocho hijos centran la nueva entrega autobiográfica de Günter Grass, titulada La caja de los deseos. El Nobel alemán acaba de publicar un poemario, Payaso de agosto, escrito tras el escándalo de sus confesiones en Pelando la cebolla.
Tiene algo de catarro, se tienta la frente pero no tiene fiebre, y está en su rincón, bajo los grabados de Goya, en su casa de Behlendorf, cerca de Lübeck. Tiene ya 81 años, para 82, que cumplirá el 16 de octubre, y la edad le pesa. La aligera escribiendo. Y dibujando, y esculpiendo, y caminando por el jardín ahora primaveral de esta casa en la que él y Ute, su mujer, comparten recuerdos, palabras y silencio. Los hijos, de varios matrimonios, están desperdigados por el mundo, los de él (seis, con distintas madres) y los de Ute (dos), pero tienen ahora, para los lectores también, un extraordinario protagonismo, porque son los que hablan en su último libro, La caja de los deseos (Alfaguara), casi tan arriesgado como Pelando la cebolla, aquella primera autobiografía en la que tomó la decisión de contar con todo detalle algo que ya había insinuado otras veces: que estuvo en las SS hitlerianas cuando tenía 17 años. Ahora no se armará la que se armó entonces, porque La caja de los deseos es sólo un escándalo privado, sobre las difíciles relaciones del padre (Günter, papaíto, papi, El Viejo...) con hijos que siempre le vieron buscando algo que contar, en su estudio, ensimismado, silencioso, "un padre incapaz", como él dice ahora y se dice también en la novela. El libro es una mezcla de ficción y realidad y narra distintos encuentros con los ocho hijos que ha tenido o que comparte con sus sucesivas mujeres; son ocho hijos, algunos mayores de cincuenta años, cuya voz interpreta el premio Nobel y premio Príncipe de Asturias de 1999 muchas veces para ejercer una autocrítica feroz y otras veces para expresar ternura, crítica, indiferencia..., todos los sentimientos que se reflejan en la relación de los hijos con el padre. Es un libro de Grass, en el que el autor de El tambor de hojalata parece mantenerse al margen, de modo que es un libro suyo dicho por los hijos. Le encontramos, en esta ocasión, especialmente tierno, como si la edad también estuviera limando sus aristas, y casi no hablamos de política, que es un asunto tan querido por él; algunas cosas dijo del presidente de Estados Unidos Barack Obama, y de la crisis, pero habló sobre todo de literatura, y de los hijos, de la rara relación que el tiempo impulsa en la familia. Luego nos invitó a una cena de callos que preparó Ute, con una receta portuguesa, me parece. Estuvimos acompañados por Grita Loebsack, que nos sirvió de intérprete y que es la cotraductora, colaboradora de su marido, Miguel Sáenz, de los últimos libros de Grass, incluido este. Es un libro difícil de escribir, muchas veces conmovedor, y raro, y por ahí, por esa rareza que contiene (las confesiones de los hijos con el padre presente) comenzamos a hablar en su luminoso estudio de Behlendorf.
PREGUNTA. A veces he pensado si usted no es uno de sus hijos.
RESPUESTA. ¡Ja, ja, ja! Lo que me ha atraído de esta fase autobiográfica en la que estoy, después de haber escrito Pelando la cebolla, sobre los años de mi juventud, hasta El tambor de hojalata, es tratar sobre la situación familiar, que a veces es tan confusa. Hay muchos elementos en juego en esa relación, y yo quise abordarla en forma de diálogo. Y empiezo el libro como si fuera a contar una fábula: "Érase una vez...". Y el libro adquiere un tono como de cuento de hadas, por eso seguramente has tenido la impresión de toparte conmigo como si fuera un niño...
P. Y como un padre, a la vez.
R. Y yo mismo me llamo padre incapaz, deficiente. Es muy lógico que, siendo padre de ocho hijos distintos, de madres diferentes también, a pesar de todo el amor, la simpatía, de las relaciones cariñosas, esta sensación de que soy un padre incapaz o deficiente aparezca una y otra vez... Y aparece también el estado de confusión en el que se encuentran a veces los hijos en determinadas situaciones. Pienso, por ejemplo, cuando se quebró mi primer matrimonio. En el fondo trato de mi propio estado de confusión, porque soy yo quien ha causado esas situaciones.
P. ¿Le dio pudor? ¿Aprendió haciendo esa autocrítica que pone en boca de sus hijos? ¿Qué aprendió de ellos?
R. Mi intención era describir o presentar todo ese ámbito familiar sin culpar a nadie, y creo que lo he conseguido. He descrito sin decir "éste es culpable" o "yo soy el culpable". Aparte de que creo que la posición del padre es siempre un poco dudosa... Cuando terminé la primera versión del libro envié el manuscrito a todos los hijos, y luego tuvimos una discusión muy larga y muy intensa con ellos; vinieron casi todos, y les hice caso. Uno no quería que saliese esto, el otro quería que esto se presentara de una forma distinta..., y les hice caso. Y a pesar de haber tomado muy en serio todo lo que dijeron siempre he insistido en que el que escribe soy yo, yo soy el que tiene la sartén por el mango. Todo ese temor, esa aversión a revelar la vida íntima de los hijos a los lectores no es para mí un argumento. Ellos forman parte de mi vida, pero esta es mi vida también. Así que tengo derecho a exponer mi vida, y los hijos forman parte de mi vida.
P. ¿Sobre qué se produjo más discusión con ellos?
R. Me sorprendió que no les interesara en absoluto el carácter literario o artístico del libro, lo pasaron por alto completamente...
P. ...Eso es evidente también en el libro. Pasan completamente...
R. Ellos siempre se han agarrado a detalles: "Esto fue distinto, aquello no ocurrió así...". Una de las cosas que realmente me sorprendió fue que los dos hijos mayores, que entonces, cuando eran chicos, fumaban porros, no querían que se mencionara esa circunstancia entonces completamente normal en Berlín. Ahora son hombres de cincuenta años, y no quieren que se les recuerde fumando porros. Es que todavía lo consideran algo que no quiere que se traspase al público. Les importa, les sigue importando; en el fondo son sus historias de niños, y ellos siguen siendo sensibles a ellas. Que son ellos los que las deben guardar. Les importan, les siguen importando.
P. ¿Y cuando se encontró con los chicos se dijo, "¡Dios mío, en qué lío me he metido!"? ¿Se divirtió?
R. Realmente puedo decir que he escrito el libro con placer, con alegría. O sea que sí, me divertí. Además, sentí como un desafío hacer un libro dialogado. Había ocho voces diferentes, y todos los hijos reaccionaron con sensibilidad, algunos con rechazo, otros me dijeron que podía escribir lo que quisiera sobre ellos. Hubo, en definitiva, además de esa alegría de escribir, una cierta melancolía por el efecto de las discusiones que hemos tenido y que se reflejan en el libro. Creo que ese tono melancólico no le hace nada mal al libro, todo lo contrario. He intentado sacar lo mejor, aprovechar las discusiones de los hijos, he seguido trabajando después de esas discusiones, pero no les he dado la última versión.
P. ¿Y qué han dicho una vez publicado?
R. ¡Viven con ello!
P. ¿Hubo un momento en que usted dijo: "Tengo que hacer este libro"?
R. Necesitaba escribirlo para seguir escribiendo autobiográficamente. Había escrito Pelando la cebolla, que termina con la aparición de El tambor de hojalata. Hasta ese momento yo era un autor completamente desconocido. Y después fui escribiendo un libro tras otro (y fue habiendo hijos). Yo quería saber cómo me habían visto mis hijos a lo largo del tiempo; habían vivido con un padre que desaparecía en su estudio para escribir y escribir. ¿Cómo me habían percibido? En gran parte era un padre ausente. Ellos sabían que escribía sobre un perro, sobre un pez, pero nunca trascendió de ellos interés alguno por lo que hacía. Estaba allí recluido, escribiendo... Y quise contar esa relación a través de los ojos de María [María Rama, fotógrafa, que siempre acompañó a Grass, y a quien está dedicado el libro], a través de esas fotos que ella obtenía con una extraña caja fotográfica antigua...
P. La caja de los deseos...
R. Es una caja de sorpresas, una caja mágica que sabe mirar hacia el futuro y hacia el pasado y que podía ser de interés para los niños. Yo sé que sin esta idea de la caja fotográfica no habría podido escribir este libro. Lo que pasa es que para mí se trata, en el fondo, de historias de la cámara oscura.
P. No está Grass, por así decirlo, está lo que usted supone que es el lenguaje de los hijos. ¿Lo escuchó? ¿Lo inventó?
R. Es una mezcla de todo. Por un lado existen las experiencias con los niños, y por otro está el lenguaje de los hijos cuando eran niños. Pero cuando están sentados alrededor de la mesa son personas mayores que una y otra vez recaen en el lenguaje infantil o juvenil. Todo esto había que mezclarlo, coordinarlo y pasarlo por la mano de un autor, por la fuerza creativa de un autor. No es un reflejo fiel de un modo de hablar, no, son muchas cosas a la vez.
P. Aparece un micrófono que graba...
R.Sí, lo digo en el primer capítulo; uno de los chicos es ingeniero de sonido, pone dos micrófonos en la mesa. Y al final se quitan los micrófonos. Pero nunca hubo estas conversaciones, todo es pura ficción, y los micrófonos también son una ficción. Pero en esos comentarios del padre se nota el deseo y la voluntad de que esto se registre con micrófonos. Y todo está en la mano cuidadosamente organizadora del padre. Lo importante era presentar las cosas que para mí eran importantes vistas a través de los hijos.
P. Un desafío interesante era comprobar cómo los hijos habían asistido a su proceso literario.
R. Ellos no valoran la obra, no la ven, no la interpretan; en el fondo la perciben como historietas... Los hijos son más bien indiferentes con respecto a la obra. Tienen un padre, cuando está presente también está ausente, porque siempre lleva un tictac en la cabeza, está en otra cosa. Cuando les enseñé la primera versión y empezaron a objetar les dije: "Mirad, incluso cuando os escucho y doy una contestación, por dentro tengo siempre otra película que está ahí. Es mi manuscrito, en el que estoy trabajando". Estaban sorprendidos pero tienen que vivir con ello: tienen a un autor como padre y a un padre como autor. A mi mujer a veces le pasa lo mismo.
P. En 1996 hizo usted un viaje con tres hijas suyas de madres distintas; fueron a Italia, lo cuenta en Mi siglo. Puede ser el punto de partida de este nuevo encuentro...
R. El viaje con las tres hijas fue una tentativa feliz; se conocían poco, quería que se conocieran más. Es un acto de padre, y fue posible, fue deseable, y fue fructífero: reunir a los hijos de madres distintas... Y luego vino este encuentro: todos crecieron en ambientes muy distintos, en familias muy distintas. Fue importante juntarlos.
P. ¿Cómo se siente como padre de tanta familia? ¿Este libro le ha servido de catarsis?
R. Vivimos en un mundo en que a izquierdas y derechas se destrozan, se rompen los matrimonios, y por regla general las separaciones se hacen a costa de los hijos, porque hay muchas disputas, muchos problemas, y ellos están ahí, sufriéndolo... Esto es lo que queríamos evitar precisamente Ute y yo, los dos. Por esta razón hemos intentado reunir a estos ocho hijos de distintas mujeres en una gran familia. Y creo que lo hemos conseguido. Los hijos han respondido, les gusta formar parte de este grupo. Como te he dicho antes, en el libro no se distribuyen culpas..., el problema de la culpa se trata al margen, en un capítulo que no sé cómo lo ha traducido Miguel Sáenz...
P. Desbarajuste...
R. Desbarajuste. Si estoy orgulloso de algo, aparte de haber escrito algún libro o de haber hecho algún dibujo o alguna escultura, es de tener ocho hijos y ya diecisiete nietos, que están reunidos en un gran conjunto que es la familia...
P. ¿Y cómo se ve a sí mismo como hijo ahora?
R. Las relaciones con mi padre, que describo en Pelando la cebolla, fueron más bien conflictivas, difíciles. Cuando yo era joven me consideraba, y tenía toda la razón del mundo, como un personaje absolutamente loco por escoger la profesión de artista en tiempos tan complicados, tan revueltos, como aquéllos. Pero luego, cuando me hice un personaje público y adquirí cierta reputación ya no nos peleamos en absoluto... Ahora me resulta más fácil mirarlo con ojos más comprensivos; él era consciente de que era realmente muy difícil en aquellos tiempos hacerse artista, y además era muy posible el fracaso. Quizá no me entendía muy bien, pero representaba una actitud de cariño hacia mí. Por eso ahora lo puedo enjuiciar con más tolerancia y más comprensión.
P. En este libro hay una invocación: "No juzguéis a vuestro padre. Podéis estar contentos de que exista aún...".
R. Lo dice la nuera mexicana... Las nueras son mucho más objetivas en los conflictos que los propios hijos...
P. Se apiadan más.
R. Claro, además ella tiene el temperamento mexicano. No es seguro que eso haya ocurrido así, pero es cierto que alguna vez me ha contado Ute que ella se lo ha dicho a sus cuñados y a su marido. "Podéis estar contentos de que todavía viva".
P. Y usted se siente reconfortado con esa reflexión.
R. Naturalmente.
P. En el libro uno de sus hijos dice de usted: "Nunca ha querido saber nada de las revoluciones, siempre ha sido sólo un reformador". ¡Un conservador Günter Grass, después de tanto tiempo!
R. Alguien que reforma no es conservador... Reformista era una palabra que odiaban los comunistas, era para ellos una mala palabra fea.
P. Ha vivido un siglo de muchas revoluciones, algunas funcionaron y otras no. ¿Sería ahora un reformista o un revolucionario?
R. Cuando publiqué mis primeros discursos políticos lo hice bajo el título Discursos de un revisionista, porque ésa era otra palabra que no podían soportar los comunistas. Hasta hoy sigo siendo un revisionista y un reformador. Y estoy hablando de Europa. Las revoluciones en Europa siempre han acabado mal, en el sentido de que se han devorado a sus propios hijos, como suele decirse. Han empezado con una tremenda ansia de libertad, y luego... Pensemos en la Revolución Francesa, o en el Octubre de Rusia. Han acabado en sangre y en falta de libertad... De todo esto he sacado mis conclusiones, y pienso que la situación que tenemos aquí, en Europa, tiene que cambiar gracias a reformas radicales, porque no sólo vivimos una crisis financiera o económica sino una crisis del sistema capitalista. Como no hay ninguna alternativa, debe de ser posible hacer proyectos radicales para que este sistema sea más humano, para que se comprometa más socialmente, como sucedió después de la guerra en Alemania o en Escandinavia... Yo creo que vivimos una situación revolucionaria que no sé por donde va a salir, si por la derecha o por la izquierda, y yo personalmente temo que vaya por la derecha.
P. ¿Le ha desatado alguna esperanza el cambio en Estados Unidos?
R. Naturalmente. Cuando se ve una persona como Obama, con su gran carisma, un hombre que parece auténtico y sincero, uno tiene esperanza, esto es completamente lógico y normal... Pero hay que tener en cuenta tanto en América como en Europa la existencia de los lobbies, fuerzas que sin ninguna legitimación democrática quieren intervenir en los Gobiernos. Este poder es tan grande que si no conseguimos romperlo entonces estamos listos.
P. Volvamos al libro. ¿Usted se siente reflejado en lo que escriben sobre usted "los chicos de la prensa", como los llaman los hijos en La caja de los deseos?
R. No quiero hablar sólo sobre lo que me concierne; soy lector de periódicos y veo lo que sucede en la prensa. Y tengo que decir que muchos periodistas escriben por debajo de su nivel. Muchos se adaptan al espíritu del siglo, tienen unos conocimientos absolutamente deficitarios de los libros, hacen todo de una forma muy superficial, les interesa más el color de mi pantalón o cómo éste combina con mis zapatos... Esto por un lado es deprimente y por otro es aburrido y no contribuye gran cosa a esa función mediadora que debería tener el periodista crítico entre el libro y los lectores. En este momento el tiempo que dedico a estas cosas ha bajado muchísimo, porque me concentro ahora en lo que me interesa de verdad, que es el trabajo de escribir. Cuando escribo me siento verdaderamente feliz. He llegado tomando conciencia muy tarde de algo que realmente es muy importante: lo bueno de escribir es escribir.
P. El tambor de hojalata sale otra vez en España, cincuenta años más tarde, en una nueva traducción de Miguel Sáenz, el 7 de octubre de este año. ¿Qué le sigue diciendo Oscar Matzerath? ¿Sigue rompiendo cristales, o rompiendo los tímpanos?
R. Apareció hace medio siglo en Alemania. Hace mucho tiempo que no he leído el libro entero, pero justamente la semana pasada he tenido dos veces ocasión de leer un capítulo, y con gran sorpresa he visto que el texto se ha mantenido muy fresco. Oscar es el reflejo de su tiempo, pero al parecer su presencia supera los límites del tiempo. Eso pasa muchas veces con los protagonistas literarios. He dicho más de una vez que El tambor de hojalata se puede considerar dentro de la tradición de la novela picaresca. Hay todavía cosas en Don Quijote que nos interesan muchísimo a pesar de que en su tiempo fue una parodia de las novelas de caballería. Ahí creó Cervantes algo que trasciende la temporalidad. Y lo mismo se podría decir de Tristram Shandy, de Laurence Sterne y de otros. Me alegraría mucho de que eso se pudiera decir de alguno de los protagonistas de mis libros.
P. E independientemente del libro, ¿cómo ve usted el futuro?
R. Actualmente hablamos únicamente de una cosa: el colapso del capitalismo desde un punto de vista económico y financiero. Pero paralelamente hay procesos igual de desastrosos: el cambio climático, el increíble aumento de la población mundial, la considerable falta de agua y el incremento de hambrientos en el mundo...
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